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En busca del mar perdido

Qué espléndido es un día en la playa y si es posible permanecer más tiempo, el bienestar se nota en el alma. 

En más de una ocasión os he contado lo que le gusta a Miguel Ángel bañarse, da igual que sea la piscina como la playa, disfruta cada minuto como si fuera el último.

Recuerdo unas vacaciones que tuvimos hace unos diez años en Chipiona. Habíamos alquilado un piso cerca de la playa de Regla en la segunda quincena de agosto.Teníamos el centro del pueblo cerca y el Santuario de la Virgen también.
Miguel A. Guerrero cuando fue
de campamento a Roquetas de Mar
con Autismo Sevilla

Mi vida diaria comenzaba a las seis de la mañana porque estaba estudiando, por aquel entonces, mi carrera y sobre las nueve es cuando solían levantarse mi madre y mi hermano. Desayunábamos juntos, Miguel siempre terminaba el primero con lo cual ya empezaba a decir "ña, ña" (bañar) y señalaba sus pantalones cortos indicándonos que tenía que ponerse el bañador. Todas las mañanas teníamos que aplacar las ansías de playa de Miguel porque antes de irnos había que dejar hecha la comida y la limpieza. Al ser dos, acabábamos pronto y a las once estábamos listos para irnos a la playa.

Miguel llevaba sus propias pertenencias. No dejaba que le ayudásemos. Él cargaba con su cubo y palitas para jugar en la arena, la toalla colgada al hombro (costumbre que adquirió de mis otros hermanos) y el flotador en la otra mano.

Miguel A. Guerrero
 y su toalla en el cuello

El trayecto era unos cinco minutos andando pero él no paraba de repetir una y otra vez "aña, aña"  y yo le confirmaba "sí Miguel, a bañar en la playa" y sonreía nervioso, iba con paso ligero pero dicidido.

En la playa nos poníamos cerca de la orilla, a unos diez metros y Miguel quería bañarse inmediatamente pero nosotras, le acostumbramos desde el primer día que antes de bañarse, había que pasear.

Le untábamos su crema solar para que no se quemara, hecho que le encantaba y él mismo nos daba el bote para que se la pusiéramos, ya expliqué en otro post cómo surge esta pasión por las cremas. Cuando estábamos listos, le cogía su manita y nos ibamos a pasear por la orilla del mar. Andábamos como 3 kilómetros ida y vuelta, y aunque sabía que dicha caminata a él podía parecerle aburrida porque mi madre y yo no parábamos de hablar, era beneficiosa para sus pies semi planos además de hacer algo de ejercicio ya que él, en aquella época, no hacía mucho.

De vuelta al punto de partida, tocaba el baño. Miguel le tenía miedo al agua, como ya os he comentado en más de una ocasión, y nunca se adentraba sólo ni el agua le superaba el pecho. Con nuestras manos cogidas nos adentrábamos en el mar hasta la cintura, a partir de ahí yo sentía su miedo porque su mano apretaba intensamente la mía, sintiendo la rigidez y la tensión de su brazo, entonces nos parábamos y nos agachábamos hasta que el agua llegaba al cuello. Si venía una ola grande, nos levantábamos y saltábamos juntos. Miguel reía sin parar. A veces le cogía por debajo de los brazos y le daba vueltas mientras él movía sus piernas. Sus carcajadas podía escucharlas mi madre desde la orilla.

Si Miguel se cansaba, entonces nos íbamos a la orilla y allí se sentaba. Se quedaba embobado mirando su bañador tipo bermudas como se inflaba cuando llegaban las olas a la orilla. También le gustaba coger la arena mojada con las manos y esperaba que cada nueva ola se las limpiase.
Parque Natural de Corrubedo

Sus baños podían ser interminables pero para llevar bien los horarios y para que pudiera bañarse otro ratito más antes de irnos, sólo estábamos 30 minutos. Le decíamos que había que tomar el sol. Ir a la toalla era todo una ceremonia de acciones para él. Primero se secaba, muy lentamente aunque siempre se olvidaba de las piernas. Después extendía la toalla en la arena. No podía tener ni un sólo pliegue ni arena. Podía tardar más de 10 minutos en ponerla bien, yendo de una lado a otro hasta que la veía perfecta, después se sentaba en medio y con una toalla pequeña se secaba los pies y las piernas de arena. No le gustaba ver la arena en sus pies ni en sus manos. Hasta que no se lo quitaba todo no paraba. Podría llevarle 15 minutos o más perfectamente aunque nunca he medido el tiempo. Cuando terminaba nos miraba diciendo "aña" y le respondía "ahora sol, después vamos a bañar". Debía tomar un poquito el sol. Luego nos íbamos a bañar pero esta vez era un baño más corto. 

A las dos y media recogíamos e íbamos al piso a almorzar. Siempre lo duchábamos antes del almuerzo para quitarle el salitre del cuerpo. Después de comer una siesta de una horita. Miguel caía rendido y eso que él, por aquella época, le costaba mucho poder dormir la siesta.
Puntillitas en el
Mesón La Fuente
(Sevilla)

Por la tarde siempre jugaba con sus juguetes un rato y sobre las 20 h nos arreglábamos para ir a dar un paseo por el pueblo. Siempre íbamos por el paseo marítimo y volvíamos por el centro; Miguel iba casi todo el camino diciendo "cao... me... cao" o sea "pescao, comer pescao" y nosotros le asentíamos o le corregíamos según hubiera en la cena pescado o carne.

Después del paseo, cenábamos en el piso y nos íbamos a dormir sobre la una de la mañana más o menos.

Las dos semanas que estuvimos allí, se hicieron cortísimas pero Miguel Ángel no solo estuvo más relajado y obediente, sino también más feliz y es que el aire de la costa, sienta bien a todo el mundo.



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